Corría la jornada 25 de la Liga y el Zaragoza recibía un resultado escandaloso, un 5-1 en contra en La Rosaleda contra el Málaga. Todo el mundo veía un puesto de descenso a la Liga Adelante adjudicada en un conjunto maño que tan sólo acumulaba 15 puntos y que se encontraba a 12 de la salvación.
Un equipo sin alma, sin garra, sin ganas, que deambulaba por los terrenos de juego. Ese día Manolo Jiménez, que no llegaba a dos meses en el cargo, salía a una rueda de prensa en la que no admitió preguntas y realizaba unas fuertes declaraciones, reconocía "sin poner paños calientes" que sentía "vergüenza". Todo apuntaba a rendición, no obstante, puede que buscara la reacción.
La siguiente jornada vencía al Villarreal aunque seguía sin demostrar grandes logros. Iba a Valencia en descomposión, a jugar contra el tercero de la tabla. Empezaba el partido y pronto encajaba un gol y se quedaba con diez jugadores por la expulsión de Pablo Álvarez pocos minutos después. Pero de repente resucitó, y al final, con gol en los últimos instantes, se alzaba con una victoria que suponía un punto de inflexión.

La reacción que buscaba Jiménez aquel 26 de febrero de 2012, comenzó a gestarse ante la incredulidad de todos y de unos aficionados maños que se frotaban los ojos y empezaban a creer en los imposibles. Agapito al margen, el hombre que destrozó un grande, Jiménez era el hombre del milagro. Paredes daba la sangre, Apoño las clavaba, Dujmovic daba solidez, Helder Postiga, golazos, Edu Oriol, su velocidad... los jugadores se iban imponiendo a una situación paupérrima.
A falta de dos jornadas, la salvación está a tres puntos y en la ilusión y ganas de un plantel que pudo volver a ponerse en pie y que ahora se prepara para poder desplegar las alas y seguir volando en los cielos de la máxima categoría. Pase lo que pase, y acabe donde acabe, el Real Zaragoza volvió a la vida y nadie podrá olvidar el orgullo de un equipo que salió del ataúd del descenso asegurado para proseguir siendo de Primera.
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